La paz es un don; un
regalo que Jesús da, tejida de fe, de confianza, de abandono en la Providencia,
de perdón dado y recibido.
Daría la mitad de mi
fortuna por un minuto de paz –dijo una vez un multimillonario. Y no andaba tan
desubicado. Sin paz se puede tener todo menos felicidad. Quizá por ello, la
filosofía y la espiritualidad han buscado siempre y tenazmente, sobre todo en
el interior mismo del hombre, las fuentes de la paz; algo así como el eslabón
perdido de la felicidad.
Según la sabiduría
griega, en su versión estoica, la paz se halla en la «imperturbabilidad»
(ataraxia), como resultado natural de una vida virtuosa y ajena a las pasiones
insanas (apatheia). Para el budismo, en cambio, la paz está en el «nirvana»:
esa serenidad inquebrantable que brota al extinguirse el fuego del deseo, la
aversión y la desilusión.
El mundo
contemporáneo, tendencialmente hedonista, ha hecho de la paz una mercancía
lucrativa, cuyos ingredientes básicos son la seguridad y el bienestar. «Si
quieres paz –anuncian las agencias– te vendo protección, alarmas, seguros de
vida, pólizas contra robo e incendio, chequeos médicos y hermosas playas
solitarias».
El cristianismo tiene
una visión diferente. Su novedad está en que la paz no es ni sólo interior ni
sólo exterior. Ni es mercancía que comprar, pues la paz no tiene precio; ni es
tampoco resultado de una ascesis interior hasta lograr una voluntad refractaria
a cualquier tipo de pasión o deseo. La paz es un don; un regalo que Jesús da a
sus discípulos: «La paz os dejo; mi paz os doy» (Jn 14, 27). En cuanto don,
viene de fuera; pero en cuanto fruto de la presencia de Jesús en nuestro
corazón, es algo muy interior, íntimo, capaz de desafiar cualquier
circunstancia externa.
La paz que da Jesús
está tejida de fe, de confianza, de aceptación de la propia vulnerabilidad, de
abandono en la Providencia, de perdón dado y recibido. Estas actitudes
engendran paz porque, en el fondo, ordenan el corazón: restablecen equilibrios
perdidos y ponen de nuevo cada cosa en su lugar. San Agustín definía la paz
como la «tranquilidad del orden». Sólo Jesús, con su Presencia viva en nuestro
corazón por la gracia, nos reconcilia con Dios, con los demás, con nosotros
mismos y con las demás criaturas, y así pone en orden nuestro corazón; lo pone
en paz.
Pero este don de la
paz pide nuestra colaboración. Exige que vigilemos el corazón y evitemos
pensamientos, deseos o actitudes que roban la paz. En nuestra situación actual
de seres inclinados al desorden por el pecado original, por paradójico que
parezca, la paz exige lucha. Es preciso pelear contra la soberbia, la ambición
excesiva, los deseos impuros, las vanidades, las susceptibilidades, las envidias,
los resentimientos, los miedos infundados. Nuestro corazón es un campo de
batalla. En él se acepta o no a Jesús y, en consecuencia, en él se gana o se
pierde la paz.
La Virgen María,
Madre de Jesús y Madre nuestra, ha sido siempre una gran pacificadora de
corazones. Porque su Corazón Inmaculado, en perfecto orden, es un yacimiento
profundísimo de paz. Basta meditar las dulces palabras que dirigió a Juan Diego
en la ladera del Tepeyac: «Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que
es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón… ¿No estoy yo aquí
que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por
ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra
cosa» (Relato del Nican Mopohua).
No hace falta la
mitad de una fortuna para comprar un minuto de paz. Basta que nuestro corazón
crea y acepte cada día el don de Jesús, y la tendrá toda la vida.
Por el Padre Alejandro Ortega Trillo
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