Las "oraciones
secretas de la Misa" según la forma ordinaria del rito romano, en este artículo son
esas oraciones que el sacerdote
recita en voz baja.
ORACIONES SECRETAS DE LA MISA, EN LA FORMA
ORDINARIA DEL RITO ROMANO
Antes de leer el Evangelio, el sacerdote
se inclina ante el altar y dice: “Purifica
mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu
Evangelio”.
Y si es un diácono el que lee el Evangelio, le pide al
obispo o sacerdote la bendición, también en voz baja: “Padre, dame tu bendición”. Y la respuesta es: “El Señor esté en tu corazón y en tus labios,
para que anuncies dignamente su Evangelio en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo”. Antes de proclamar el Evangelio y de explicarlo a los
fieles con la homilía, estas oraciones recuerdan al sacerdote que él es un
pecador como los demás, que si puede anunciar la Buena Noticia de Jesucristo es
por pura gracia de Dios y no porque sea mejor que los demás.
Después del Evangelio, el sacerdote
dice: “Las palabras del Evangelio
borren nuestros pecados”. No es una simple frase. Cuando se proclama la
Palabra de Dios en la liturgia, esa proclamación es poderosa para transformarnos.
Vuelve a suceder lo que pasó en la creación: “Y Dijo Dios: que sea… y así
fue".
Al preparar las ofrendas, el presbítero
echa en el cáliz el vino y un poco de agua, diciendo: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida
divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”. Es un
símbolo precioso de la desproporción enorme que supone la Encarnación, el todo
de Dios en la (casi) nada de los hombres.
En el Ofertorio. Se trata de una oración que puede ser secreta,
mientras los fieles cantan, o pública en el caso de que no haya cantos ni
música, por lo que se trata de una oración más conocida. El sacerdote eleva un
poco la patena con la hostia y dice en secreto: “Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este pan, fruto de la
tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te
presentamos; él será para nosotros pan de vida”.
Al elevar el cáliz
vuelve a decir en secreto: “Bendito
seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo
del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será
para nosotros bebida de salvación.”.
Al hacer la inclinación
ante las ofrendas y dice: “Acepta,
Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy
nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro”.
Durante el rito del lavabo, es decir,
mientras se lava las manos, el sacerdote dice: “Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado”. Es fácil ver
que, si bien el sacerdote, como representante de Cristo, tiene un lugar
principal en la liturgia, las oraciones secretas le sirven para evitar
cualquier tentación de endiosamiento.
Al echar un pequeño fragmento de hostia
consagrada en el cáliz (rito que se conoce como commixtio), el sacerdote dice: “El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor
Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna”.
Se trata de un rito y una oración preciosos, cuyo origen se pierde en los
orígenes del cristianismo.
Después del Cordero de Dios o
mientras los fieles lo recitan, el sacerdote reza esta oración, también en
secreto:
“Señor
Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el
Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción
de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme
cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti.”
Puede ser también:
“Señor
Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de
juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de
alma y cuerpo y como remedio saludable”.
Con esta oración, se anima al sacerdote a actuar como
lo habría hecho si, en tiempos de los Apóstoles, se hubiera encontrado con
Cristo. Es decir, pidiendo para sí mismo el perdón de los pecados y la ayuda de
Cristo en los males particulares que tiene que sufrir.
Cuando va a comulgar, el sacerdote dice:
“El Cuerpo de Cristo me guarde para la
vida eterna”. Y después, al comulgar del cáliz: “La Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna”. Ante la
triste costumbre que muchos tienen de comulgar de forma intrascendente, esta
oración recuerda que la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo nos regalan
la vida eterna, que es lo que verdaderamente desea nuestro corazón.
Al purificar la
patena y el cáliz, el sacerdote reza una vez más en secreto: “Haz, Señor, que recibamos con un corazón
limpio el alimento que acabamos de tomar, y que el don que nos haces en esta
vida nos aproveche para la eterna”.
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