martes, 12 de febrero de 2019

Oraciones secretas de la Misa


Las "oraciones secretas de la Misa" según la forma ordinaria del rito romano, en este artículo son esas oraciones que el sacerdote recita en voz baja. 


ORACIONES SECRETAS DE LA MISA, EN LA FORMA ORDINARIA DEL RITO ROMANO

Antes de leer el Evangelio, el sacerdote se inclina ante el altar y dice: “Purifica mi corazón y mis labios, Dios todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio”. 

Y si es un diácono el que lee el Evangelio, le pide al obispo o sacerdote la bendición, también en voz baja: “Padre, dame tu bendición”. Y la respuesta es: “El Señor esté en tu corazón y en tus labios, para que anuncies dignamente su Evangelio en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Antes de proclamar el Evangelio y de explicarlo a los fieles con la homilía, estas oraciones recuerdan al sacerdote que él es un pecador como los demás, que si puede anunciar la Buena Noticia de Jesucristo es por pura gracia de Dios y no porque sea mejor que los demás.

Después del Evangelio, el sacerdote dice: “Las palabras del Evangelio borren nuestros pecados”. No es una simple frase. Cuando se proclama la Palabra de Dios en la liturgia, esa proclamación es poderosa para transformarnos. Vuelve a suceder lo que pasó en la creación: “Y Dijo Dios: que sea… y así fue".

Al preparar las ofrendas, el presbítero echa en el cáliz el vino y un poco de agua, diciendo: “El agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana”. Es un símbolo precioso de la desproporción enorme que supone la Encarnación, el todo de Dios en la (casi) nada de los hombres.

En el Ofertorio. Se trata de una oración que puede ser secreta, mientras los fieles cantan, o pública en el caso de que no haya cantos ni música, por lo que se trata de una oración más conocida. El sacerdote eleva un poco la patena con la hostia y dice en secreto: “Bendito seas, Señor, Dios del Universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida”. 

Al elevar el cáliz vuelve a decir en secreto: “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros bebida de salvación.”.

Al hacer la inclinación ante las ofrendas y dice: “Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor, Dios nuestro”.

Durante el rito del lavabo, es decir, mientras se lava las manos, el sacerdote dice: “Lava del todo mi delito, Señor, limpia mi pecado”. Es fácil ver que, si bien el sacerdote, como representante de Cristo, tiene un lugar principal en la liturgia, las oraciones secretas le sirven para evitar cualquier tentación de endiosamiento.

Al echar un pequeño fragmento de hostia consagrada en el cáliz (rito que se conoce como commixtio), el sacerdote dice: “El Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros alimento de vida eterna”. Se trata de un rito y una oración preciosos, cuyo origen se pierde en los orígenes del cristianismo.

Después del Cordero de Dios o mientras los fieles lo recitan, el sacerdote reza esta oración, también en secreto:

Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame, por la recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal. Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de ti.

Puede ser también:

Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable”.

Con esta oración, se anima al sacerdote a actuar como lo habría hecho si, en tiempos de los Apóstoles, se hubiera encontrado con Cristo. Es decir, pidiendo para sí mismo el perdón de los pecados y la ayuda de Cristo en los males particulares que tiene que sufrir.

Cuando va a comulgar, el sacerdote dice: “El Cuerpo de Cristo me guarde para la vida eterna”. Y después, al comulgar del cáliz: “La Sangre de Cristo me guarde para la vida eterna”. Ante la triste costumbre que muchos tienen de comulgar de forma intrascendente, esta oración recuerda que la comunión del Cuerpo y la Sangre de Cristo nos regalan la vida eterna, que es lo que verdaderamente desea nuestro corazón.

Al purificar la patena y el cáliz, el sacerdote reza una vez más en secreto: “Haz, Señor, que recibamos con un corazón limpio el alimento que acabamos de tomar, y que el don que nos haces en esta vida nos aproveche para la eterna”.


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