Sally, niña de esta historia verdadera, tenía sólo ocho años cuando les oyó a sus padres hablar acerca de su hermanito Jorge. El niño estaba muy enfermo a pesar de todo el dinero que los padres habían gastado tratando de salvarle la vida. Ahora no quedaba más remedio que una operación que estaba fuera de su alcance. De ahí que la niña le oyera decir en voz baja a su desesperado padre: «Lo único que puede salvarlo ahora es un milagro.»
Sally fue a
su cuarto y sacó su alcancía del armario en que la tenía escondida. Sacudió la
alcancía hasta que cayeron al piso todas las monedas que allí había guardado,
las envolvió en un pañuelo, ató las puntas y salió sigilosamente del
apartamento hacia la farmacia de la esquina.
Frente al
mostrador, Sally esperó con paciencia a que el farmacéutico la atendiera, pero
él estaba demasiado ocupado conversando con otro hombre para advertir siquiera
la presencia de la niña. Así que ella raspó el piso con los zapatos para llamarle
la atención. No le dio resultado. Luego carraspeó, pero fue en vano. Por fin
sacó una moneda del pañuelo y la golpeó sobre la vitrina.
— ¿Qué
quieres, hija? — Le preguntó enojado el farmacéutico—. ¿No ves que estoy
hablando con mi hermano?
—Perdone,
señor, pero necesito hablar con usted acerca de mi hermano —le contestó Sally,
enojada también—. Él está enfermo, y yo quiero comprar un milagro.
— ¿Cómo
dices? —respondió el farmacéutico.
—Mi papá
dice que lo único que puede salvarlo ahora es un milagro. ¿Cuánto cuesta un
milagro?
—Aquí no
vendemos milagros, hija. Lamento que no pueda ayudarte.
—Tengo
dinero para pagarle. Sólo dígame cuánto cuesta.
Ante esto,
el otro hombre se inclinó y preguntó:
— ¿Qué clase
de milagro necesita tu hermano?
—Yo no sé
—contestó Sally, procurando contener las lágrimas—. Sólo sé que está muy
enfermo y que mamá dice que necesita una operación. Pero mis padres no tienen
con qué pagarla, así que yo traje mi propio dinero.
— ¿Cuánto
tienes? —preguntó el hombre.
—Estas
monedas —contestó Sally con orgullo mientras abría el pañuelo—. Es todo el
dinero que tengo.
— ¡Qué
coincidencia! —Exclamó el hombre—. ¡Esta es la cantidad exacta que se necesita
para salvar a un hermanito!
Acto
seguido, tomó las monedas y dijo:
—Llévame a
tu casa. Quiero ver a tu hermano y conocer a tus padres.
Resultó que
ese hombre era un cirujano de renombre que se especializaba en operar casos
como los de Jorgito. Hizo la operación sin cobrarles un solo centavo más, y al
poco tiempo Jorgito volvió a casa y se recuperó del todo.
—Esa
operación —manifestó la madre — es como un milagro. ¡Quién sabe cuánto pudo
habernos costado!
Sally sonrió
satisfecha. Ella sabía exactamente lo que costaba un milagro. El cirujano ya se
lo había dicho.
Con razón
dijo Jesucristo: Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el
reino de Dios es de quienes son como ellos. Pues el milagro de la salvación que
nos ofrece Cristo, aunque a Él le costó la vida misma, a nosotros no nos cuesta
más que la fe de un niño.
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