Vengo hasta
Ti porque tengo prisa en decirte que es maravilloso que vinieras al mundo y
encajaras también en el esfuerzo de la Redención la noble tarea de sanar los
cuerpos.
Porque fuiste el mejor médico de
hace veinte siglos, yo vivo el alto honor de colaborar con tu ciencia, el
privilegio de estar las veinticuatro horas del día en la salud y en la
consolación de los hombres.
¿Sabes, mi Cristo? Desde que has
sufrido y mueres en un Viernes Santo, vuelves a estar en Cruz cada hora en
todos los que hiere el impacto del sufrimiento. Eres el ser que espera en mi
antesala, el que se tumba en la mesa de operaciones y el que charla conmigo en
la visita domiciliaria.
Casi apenas puedo hablar de otro
modo que con la palabra “gracias”. Gracias por haberme remontado hasta ese
misterio clave del cristianismo que es la Resurrección.
Gracias por dejarme sentir tu
emoción de cuando trabajabas el barro al recibir a las criaturas que nacen y
por acusar, en el primer llanto de un niño, la trascendencia del dolor,
inocente y santo, y, en la sonrisa de una mujer, la grandeza de la maternidad;
por confiarme al hombre de por vida y estar, a su vez, en la frontera de los
nacidos, rozándote temblorosamente en el misterio de la muerte.
Gracias por tu llamamiento a la
generosidad, por la hermosura de dar y dar siempre, sin la esclavitud de sólo
recibir; por tu fe en el concepto de la dignidad de los hombres, facultándome
para hacer y deshacer con la vida y las potencias.
Yo sé que con todo lo que me has
dado apenas si cabe pedir más en el mundo pero insisto en tender la mano porque
esta gloria pesa sobre unas frágiles costillas de hombre. Fíjate en la raíz de
mi súplica:
Que yo cuide a los que sufren como
si hubiera sido tu médico de cabecera en el Calvario. Sólo deseo verte siempre
al fondo del eclipse de los hombres, palpitante y glorioso también en las
lágrimas, que son la custodia del dolor, el Octavo Sacramento. Cuanto más
trágica sea una crisis o más acerada la pobreza, más veneración quiero sentir
por tu agonía o tu humildad. Que mis manos recen también punzando un absceso o
manejando el recetario.
Mi lema pienso que sea siempre el de
un inmenso respeto a la vida, a la sagrada vida que has creado. Quiero que me
hagas fuerte para afrontar el fracaso y la maledicencia antes que derruir una
esperanza o una posibilidad; que me pinchen las manos como cardos cada vez que
me las cruce una tentación de impotencia.
Dame, Señor, la gracia de entender
que amar es también clavar los codos sobre la mesa. Y recuérdame que estar al
día de las conquistas científicas es entrar en el santuario de tu sabiduría y a
la vez pasar una mano por la frente de los seres que amas.
Alcánzame la fecunda utilización de
mi tiempo y la gracia de la emulación, el deseo de triunfar más por las vidas
que se salvan que por la reputación.
Hazme humilde en los triunfos y
fuerte en los fracasos, que nunca me carcoma el remordimiento de haber dado mi
ciencia con cuentagotas. Ser médico es estar al tanto de la soberbia
confundida. Por eso tengo ansia de la humildad-virtud, y que en la fortuna no
se me ciegue mi naturaleza de limitación. Si participo en la alegría de tus
tres años de curaciones portentosas, también quiero hacerlo en los treinta de
vida de carpintero que es mi arcilla de creado.
Siento sed de serenidad. Haz que mi
mano no tiemble cuando el “daño” sea necesario, pero que no lo apure ni una
décima más de lo suficiente. Dame la facultad de vivir siempre alerta, con las
lámparas ardidas a media noche, junto a la familia, en el cine o en el café.
Anotar una llamada; y sentir que es también tu voz la que avisa.
Mi petición más ardiente la pongo en
la cordialidad, en el Premio Fin de Carrera o Doctorado del Corazón.
Cristo de los portentos como la
lluvia: para mí también el milagro de la eterna primavera en el amor a los que
me rodean; que de viejo todavía me siga doliendo el corazón con la misma
intensidad que el día en que estrené mi licenciatura; estar curando o
certificando y a la par hacer por cicatrizar esas mismas entrañas; que ni una
noche deje caer la cabeza sobre la almohada sin haber sembrado una sonrisa, una
conformidad y una esperanza.
Y ya al fin, tiro alegremente de tu
fuente de paternidad y me doy a tu Providencia, porque quiero vivir avaramente
el ansia de ser útil a los demás. En el mismo círculo de tu prodigalidad para
con los pájaros y los lirios, pongo la vida propia y la del hogar que me
encomiendas. Gracias, porque juraría que también habrás de ser generoso.
Manuel Lozano Garrido
Rev. Cruzada
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