martes, 10 de marzo de 2015

Oración del Médico





Vengo hasta Ti porque tengo prisa en decirte que es maravilloso que vinieras al mundo y encajaras también en el esfuerzo de la Redención la noble tarea de sanar los cuerpos.

Porque fuiste el mejor médico de hace veinte siglos, yo vivo el alto honor de colaborar con tu ciencia, el privilegio de estar las veinticuatro horas del día en la salud y en la consolación de los hombres.

¿Sabes, mi Cristo? Desde que has sufrido y mueres en un Viernes Santo, vuelves a estar en Cruz cada hora en todos los que hiere el impacto del sufrimiento. Eres el ser que espera en mi antesala, el que se tumba en la mesa de operaciones y el que charla conmigo en la visita domiciliaria.

Casi apenas puedo hablar de otro modo que con la palabra “gracias”. Gracias por haberme remontado hasta ese misterio clave del cristianismo que es la Resurrección.

Gracias por dejarme sentir tu emoción de cuando trabajabas el barro al recibir a las criaturas que nacen y por acusar, en el primer llanto de un niño, la trascendencia del dolor, inocente y santo, y, en la sonrisa de una mujer, la grandeza de la maternidad; por confiarme al hombre de por vida y estar, a su vez, en la frontera de los nacidos, rozándote temblorosamente en el misterio de la muerte.

Gracias por tu llamamiento a la generosidad, por la hermosura de dar y dar siempre, sin la esclavitud de sólo recibir; por tu fe en el concepto de la dignidad de los hombres, facultándome para hacer y deshacer con la vida y las potencias.

Yo sé que con todo lo que me has dado apenas si cabe pedir más en el mundo pero insisto en tender la mano porque esta gloria pesa sobre unas frágiles costillas de hombre. Fíjate en la raíz de mi súplica:

Que yo cuide a los que sufren como si hubiera sido tu médico de cabecera en el Calvario. Sólo deseo verte siempre al fondo del eclipse de los hombres, palpitante y glorioso también en las lágrimas, que son la custodia del dolor, el Octavo Sacramento. Cuanto más trágica sea una crisis o más acerada la pobreza, más veneración quiero sentir por tu agonía o tu humildad. Que mis manos recen también punzando un absceso o manejando el recetario.

Mi lema pienso que sea siempre el de un inmenso respeto a la vida, a la sagrada vida que has creado. Quiero que me hagas fuerte para afrontar el fracaso y la maledicencia antes que derruir una esperanza o una posibilidad; que me pinchen las manos como cardos cada vez que me las cruce una tentación de impotencia.

Dame, Señor, la gracia de entender que amar es también clavar los codos sobre la mesa. Y recuérdame que estar al día de las conquistas científicas es entrar en el santuario de tu sabiduría y a la vez pasar una mano por la frente de los seres que amas.

Alcánzame la fecunda utilización de mi tiempo y la gracia de la emulación, el deseo de triunfar más por las vidas que se salvan que por la reputación.

Hazme humilde en los triunfos y fuerte en los fracasos, que nunca me carcoma el remordimiento de haber dado mi ciencia con cuentagotas. Ser médico es estar al tanto de la soberbia confundida. Por eso tengo ansia de la humildad-virtud, y que en la fortuna no se me ciegue mi naturaleza de limitación. Si participo en la alegría de tus tres años de curaciones portentosas, también quiero hacerlo en los treinta de vida de carpintero que es mi arcilla de creado.

Siento sed de serenidad. Haz que mi mano no tiemble cuando el “daño” sea necesario, pero que no lo apure ni una décima más de lo suficiente. Dame la facultad de vivir siempre alerta, con las lámparas ardidas a media noche, junto a la familia, en el cine o en el café. Anotar una llamada; y sentir que es también tu voz la que avisa.

Mi petición más ardiente la pongo en la cordialidad, en el Premio Fin de Carrera o Doctorado del Corazón.

Cristo de los portentos como la lluvia: para mí también el milagro de la eterna primavera en el amor a los que me rodean; que de viejo todavía me siga doliendo el corazón con la misma intensidad que el día en que estrené mi licenciatura; estar curando o certificando y a la par hacer por cicatrizar esas mismas entrañas; que ni una noche deje caer la cabeza sobre la almohada sin haber sembrado una sonrisa, una conformidad y una esperanza.

Y ya al fin, tiro alegremente de tu fuente de paternidad y me doy a tu Providencia, porque quiero vivir avaramente el ansia de ser útil a los demás. En el mismo círculo de tu prodigalidad para con los pájaros y los lirios, pongo la vida propia y la del hogar que me encomiendas. Gracias, porque juraría que también habrás de ser generoso.



 Manuel Lozano Garrido

 Rev. Cruzada

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