Querido amigo enfermo:
El dolor es una vocación. Aunque
parezca extraño e incluso escandaloso para muchos oír afirmación semejante, es
así y así debe ser comprendido por nosotros, los que hemos recibido la gracia
de la fe. Jesús fue llamado, anticipadamente, por el profeta Isaías, “Varón de
dolores, acostumbrado al sufrimiento”; y todos nosotros hemos sido llamados por
Dios Padre a hacernos “conformes a la Imagen de su Hijo”. El Padre Pío ha
escrito: “Ten por cierto que si a Dios un alma le es grata, más la pondrá a
prueba. Por tanto, ¡Coraje! y adelante siempre”.
El Ángel de Fátima exhortaba a los
pequeños pastorcitos: “Aceptad y soportad con sumisión los sufrimientos que el
Señor os envíe”.
Las almas privilegiadas con el
“espíritu de la fe” han comprendido profundamente este misterio. Como todos los
misterios, Dios no lo revela a los que se “creen” sabios sino a quienes son
humildes, incluso a los pequeñuelos. Francisco, uno de los pastorcitos
portugueses a quienes se manifestó la Virgen en Fátima, con sólo nueve años
decía a su hermana Jacinta, de seis: “ofrezcamos este sacrificio por la
conversión de los pecadores”, y juntando las manos rezaba: “Oh, Jesús mío, es
por vuestro amor y por la conversión de los pecadores”.
Por esta misma razón, la Madre
Teresa de Calcuta decía: “Ama hasta
que te duela; si te duele es la mejor señal”. El dolor es el mayor signo
del amor. Sólo así podemos comprender por qué los santos han llegado a hablar
de la cruz, del dolor, del martirio, como un gozo.
Santa Margarita María de Alacoque,
la que recibió las revelaciones del Sagrado Corazón de Jesús, dejó escrito:
“Cuando veo que aumentan mis dolores, experimento la misma alegría que sienten
los más avaros y ambiciosos al ver aumentar sus tesoros”. Y Santa Teresita del
Niño Jesús llegó a exclamar: “He llegado a no poder sufrir pues me es dulce
todo sufrimiento”.
Los santos se han enamorado de la
Cruz; Don Orione escribió: “A Jesús se le ama y se le sirve en la Cruz y
crucificados con Él, no de otro modo”. San Luis María Grignion de Montfort
exclamaba: “Si la cabeza está coronada de espinas, ¿lo serán de rosas los
miembros? Si la Cabeza es escarnecida y cubierta de lodo camino del Calvario
¿querrán los miembros vivir perfumados en un trono de gloria?”.
El gran misionero del Oriente, San
Francisco Javier, escribía en sus cartas: “Los que gustan de la Cruz de Cristo
Nuestro Señor descansan viviendo en estos trabajos y mueren cuando de ellos
huyen o se hallan fuera de ellos”. Santa Teresa de Jesús le pedía a Dios:
“Padecer o morir”. Y San Ignacio de Antioquía, muy cercano todavía a la época
de los Apóstoles, dejó escrito en una de sus cartas camino al martirio: “Yo sé
bien lo que me conviene. Vengan sobre mí el fuego, la cruz, manadas de fieras,
desgarramientos, amputaciones, descoyuntamientos de huesos, mutilaciones de
miembros, trituración de todo mi cuerpo, todos los crueles tormentos del
demonio, con tal de que esto me sirva para alcanzar a Cristo”; y en otro lugar
suplicaba: “Permitid que imite la Pasión de mi Dios”.
¡Qué misterio éste, que a tan pocos
se da el secreto de su comprensión!
Luke John Hoocker fue un niño
que vivió sólo cinco años, en Avondale, Pennsylvania (Estados Unidos); murió en
1996. Desde muy pequeño se manifestó en él un cáncer que le hizo conocer de
cerca el dolor y el sufrimiento. Sin embargo, el Espíritu Santo le enseñó el
misterio del dolor; con cuatro años era capaz de decir a su madre que no
pidiera calmantes para sus dolores pues “yo
debo sufrir por los pecadores”. Le fascinaban las “cruces”; por una
operación le había quedado sobre su estómago una cicatriz en forma de cruz; y
siempre dibujaba cruces como esa que él llevaba. Un día, con un gesto de
cortesía, dibujó una cruz para una hermana de las Servidoras del Señor y de la
Virgen de Matará que lo visitaba, y se la dio con la expresa indicación de que “debía compartirla con las otras hermanas”.
¿El secreto? El de todos los santos:
el amor de Dios. Pocos meses antes de morir, el 18 de octubre, día de San Lucas,
pidió a su papá que le hiciese una canción a “San Luke John” (es decir, a él,
ya considerado como santo); su papá le dijo: “Vas a perder tu humildad”; pero
él le replicó: “Papá, ¿acaso los
santos no son aquellos que aman mucho a Dios? Bueno, yo lo amo mucho”.
Él mismo un día, mientras estaba en
Misa, se quedó mirando el crucifijo, y le dijo a su mamá: Mamá, ¿ves? La Cruz... tiene alas para
llevarme al Cielo.
¿No tendrá alas también para
nosotros?
P. Miguel Ángel Fuentes, V.E.
Administrador Parroquial
Parroquia Nuestra Señora de los Dolores
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