lunes, 27 de febrero de 2017

Dichoso el hombre que da


A veces creemos que la felicidad está en el tener. Todo lo que poseemos termina, porque nada material puede llenar nuestro corazón.          

A veces creemos que la felicidad está en el tener. Queremos tener más cosas, más aventuras, más tiempo libre, más trabajo, más fiestas, más seguridades...

Pero nada nos llena plenamente. El coche comprado con tanto esfuerzo después de un año nos causa un sinfín de problemas. La casa nueva ya empieza a mostrar signos de cansancio. La fiesta iniciada entre bailes y cervezas termina con un fuerte dolor de cabeza.

Todo lo que poseemos termina, porque nada material puede llenar nuestro corazón. Incluso la salud o el trabajo: nada es eterno en este planeta de aventuras y de cambios.

Hay, sin embargo, otros momentos en los que dejamos, damos y nos damos. Son momentos en los que no perdemos: ganamos. Porque hemos sido buenos, porque hemos dejado a nuestro corazón vibrar de amor, porque hemos vencido egoísmos para consolar al triste, al pobre, al enfermo, al desesperado.

El camino hacia la plenitud, hacia la felicidad perfecta, inicia cuando dejamos de lado el deseo de poseer para dedicarnos a dar. Lo explicaba con palabras llenas de afecto el Papa Benedicto XVI en un discurso pronunciado el 2 de noviembre de 2005:

“En este día en que conmemoramos a los difuntos, como decía al inicio de nuestro encuentro, estamos llamados todos a confrontarnos con el enigma de la muerte y, por tanto, con la cuestión de cómo vivir bien, de cómo encontrar la felicidad. Ante esto, el Salmo responde: dichoso el hombre que da; dicho el hombre que no utiliza su vida para sí mismo, sino que la entrega; dichoso el hombre que es misericordioso, bueno y justo; dichoso el hombre que vive en el amor de Dios y del prójimo. De este modo, vivimos bien y no tenemos que tener miedo de la muerte, pues vivimos en la felicidad que viene de Dios y que no tiene fin”.


“Dichoso el hombre que da”. Vivir para dar es el mejor, el único camino que nos lleva a la felicidad. Porque nos hace vivir como Dios que es amor, que se da a Sí mismo, que es feliz cuando puede caminar, como Jesús amigo, como Espíritu Santo Consolador, al lado de cada uno de sus hijos...


Por: P. Fernando Pascual/ Catholic.net

La Paz no Tiene Precio



La paz es un don; un regalo que Jesús da, tejida de fe, de confianza, de abandono en la Providencia, de perdón dado y recibido.

Daría la mitad de mi fortuna por un minuto de paz –dijo una vez un multimillonario. Y no andaba tan desubicado. Sin paz se puede tener todo menos felicidad. Quizá por ello, la filosofía y la espiritualidad han buscado siempre y tenazmente, sobre todo en el interior mismo del hombre, las fuentes de la paz; algo así como el eslabón perdido de la felicidad.

Según la sabiduría griega, en su versión estoica, la paz se halla en la «imperturbabilidad» (ataraxia), como resultado natural de una vida virtuosa y ajena a las pasiones insanas (apatheia). Para el budismo, en cambio, la paz está en el «nirvana»: esa serenidad inquebrantable que brota al extinguirse el fuego del deseo, la aversión y la desilusión.

El mundo contemporáneo, tendencialmente hedonista, ha hecho de la paz una mercancía lucrativa, cuyos ingredientes básicos son la seguridad y el bienestar. «Si quieres paz –anuncian las agencias– te vendo protección, alarmas, seguros de vida, pólizas contra robo e incendio, chequeos médicos y hermosas playas solitarias».

El cristianismo tiene una visión diferente. Su novedad está en que la paz no es ni sólo interior ni sólo exterior. Ni es mercancía que comprar, pues la paz no tiene precio; ni es tampoco resultado de una ascesis interior hasta lograr una voluntad refractaria a cualquier tipo de pasión o deseo. La paz es un don; un regalo que Jesús da a sus discípulos: «La paz os dejo; mi paz os doy» (Jn 14, 27). En cuanto don, viene de fuera; pero en cuanto fruto de la presencia de Jesús en nuestro corazón, es algo muy interior, íntimo, capaz de desafiar cualquier circunstancia externa.

La paz que da Jesús está tejida de fe, de confianza, de aceptación de la propia vulnerabilidad, de abandono en la Providencia, de perdón dado y recibido. Estas actitudes engendran paz porque, en el fondo, ordenan el corazón: restablecen equilibrios perdidos y ponen de nuevo cada cosa en su lugar. San Agustín definía la paz como la «tranquilidad del orden». Sólo Jesús, con su Presencia viva en nuestro corazón por la gracia, nos reconcilia con Dios, con los demás, con nosotros mismos y con las demás criaturas, y así pone en orden nuestro corazón; lo pone en paz.

Pero este don de la paz pide nuestra colaboración. Exige que vigilemos el corazón y evitemos pensamientos, deseos o actitudes que roban la paz. En nuestra situación actual de seres inclinados al desorden por el pecado original, por paradójico que parezca, la paz exige lucha. Es preciso pelear contra la soberbia, la ambición excesiva, los deseos impuros, las vanidades, las susceptibilidades, las envidias, los resentimientos, los miedos infundados. Nuestro corazón es un campo de batalla. En él se acepta o no a Jesús y, en consecuencia, en él se gana o se pierde la paz.

La Virgen María, Madre de Jesús y Madre nuestra, ha sido siempre una gran pacificadora de corazones. Porque su Corazón Inmaculado, en perfecto orden, es un yacimiento profundísimo de paz. Basta meditar las dulces palabras que dirigió a Juan Diego en la ladera del Tepeyac: «Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón… ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa» (Relato del Nican Mopohua).

No hace falta la mitad de una fortuna para comprar un minuto de paz. Basta que nuestro corazón crea y acepte cada día el don de Jesús, y la tendrá toda la vida.


Por el Padre Alejandro Ortega Trillo

sábado, 18 de febrero de 2017

Historia de la Devoción del Divino Niño en Colombia

En el año 1914 estaban construyendo los Padres Salesianos el Templo de San Roque, Barranquilla (Colombia). Las gentes de los alrededores eran totalmente pobres. Había que ir por toda la ciudad a pedir ayuda. El Padre Briata, superior de la casa, le dijo al Padre Juan del Rizzo: “Usted se va hacia el oriente y yo hacia occidente a pedir de casa en casa, a ver que recogemos para el templo”. “Ay Padre”, le dijo asustado el Padre Juan. “Póngame cualquier otro oficio, menos éste de pedir limosna, ¡porque me muero de vergüenza!”

Mi buen amigo, respondió el director, a nuestro Fundador Don Bosco también le daba vergüenza salir a pedir limosnas (lo dijo él mismo), pero por el reino de los Dios hay que negarse uno así mismo. Tenemos un Amo en el cielo al cual nunca se le trabaja gratis. Mientras más nos cuesta lo que hacemos por Dios, mayor será la paga. Ánimo, pues, y a pedir…” Y se fueron. Pero al Padre Juan se le quedaban las palabras debajo de la lengua cuando iba a pedir limosna…y volvió sin nada, porque a nadie se atrevió a pedirle nada.

El Superior lo regaño amablemente, y le avisó que al día siguiente cambiarían de sitio de visita. Briata iría hacia oriente y el Padre Juan a occidente. ¡A ver cuál era más guapo para pedir! Del disgusto y del susto se le indigestó el almuerzo.

Por la mañana, siguiendo una costumbre muy recomendada por San Juan Bosco, antes de salir de casa se fue a hacer una visita a Jesús Sacramentado en el templo, y se arrodilló luego junto a la imagen de María Auxiliadora para encomendarse a tan poderosa Patrona. Levantó los ojos y al ver el lindo Niño Jesús que estaba en brazos de la Virgen Santísima, con sus bracitos abiertos como queriéndole decir: “Llévame contigo, que quiero acompañarte en tu viaje”.     


El Padre Juan lo narraba así: “Me dije: Hasta ahora solamente le he pedido favores a la Mamá que es muy poderosa y me ayuda muchísimo, sin embargo, es una criatura. ¿Por qué no hago el ensayo de dedicarme a pedirle al Hijito que es de Dios? Y le encomendé al Niño Jesús con toda mi alma esta salida que iba a hacer a “limosnear”. Sentí como una oleada de valor por todo mi espíritu y me fui a la calle”.

El Padre Juan voló contento a la casa salesiana y cuando el Director regresó, le mostró lo que había recogido, era tres veces más de lo que el Superior había logrado recoger de casa en casa en toda la mañana. Muchos años más tarde el Padre Juan dijo: “encontré un gusto tan especial en pedir a la gente para las obras de Dios, que necesito tener siempre entre manos alguna obra en construcción o alguna beneficencia, para poder pedir a las gentes porque sin pedir no me siento contento”.

Aquella mañana había empezado su “enamoramiento” por el Divino Niño Jesús. Un enamoramiento que fue creciendo año por año y que seguramente lo tiene muy fuerte todavía en el cielo. Por Él trabajaba, de Él hablaba, por su devoción gasta todas sus energías y todo el dinero que recoge. Si ayudaba a los niños pobres es porque en cada uno de ellos quería honrar al Divino Niño Jesús que ha prometido: “Todo lo que haces a los demás, aunque sea al más humilde, a Mí me lo haces”. Y el Niño Jesús se encarga de enviar una lluvia de milagros. “Las manos del Divino Niño son unos explosivos de milagros. Basta tocarlas con la oración y la fe, y se vuelcan sobre nosotros sus prodigios”, era lo que enseñaba y constataba día por día el Padre Juan. Y siempre recordaba las palabras que escuchó una santa: “Todo lo que quieres pedir pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado si te conviene conseguirlo”.

En el año 1935 llegó el Padre Salesiano Juan del Rizzo al barrio “20 de julio”, al sur de Bogotá, una región muy solitaria y abandonada en aquellos tiempos. Le habían prohibido emplear la Imagen del Niño de Praga porque una asociación muy antigua reclamaba para ella el derecho exclusivo de propagar esa imagen. El Padre del Rizzo estaba convencido de que a Dios le agrada mucho que honremos la infancia de Jesús, pues así lo ha demostrado con innumerables y numerosos milagros. ¿Si otros niños son tan inocentes y tan dignos de ser amados, cuánto más lo será el niño Jesús? Además recordaba muy bien la promesa hecha por Nuestro Señor a una santa:” Todo lo que quieres pedir pídelo por los méritos de mi infancia y nada te será negado si te conviene conseguirlo”. Así que no desistió de propagar la devoción al Divino Niño, pero dispuso adquirir una nueva imagen.

Se fue a un almacén de arte religioso llamado “Vaticano” propiedad de un artista italiano, y le encargó una imagen bien hermosa del Divino Niño. Le prestaron una imagen bellísima, el padre la llevó para sus solitarios, desérticos y abandonados campos del “20 de julio”. Ahora empezaría una nueva era de milagros en esta región.

Esta es un de las imágenes más hermosas y agradables que han hecho de nuestro Señor. Con los brazos abiertos como queriendo recibir a todos. Con una sonrisa imborrable de eterna amistad. Atrae la atención y el cariño desde la primera vez que uno le contempla. Allí a su alrededor se han obrado y se siguen obrando maravillosos favores, para quien no conozca los prodigios que obtiene la fe parecerían fábulas o cuentos inventados por la imaginación, pero que son muy ciertos para quienes recuerdan la promesa de Jesús” Según sea tu fe así serán las cosas que te sucederán”.
El Padre Juan comenzó a narrar a las gentes los milagros que hace el Divino Niño Jesús a quienes le rezan con fe y a quienes ayudan a los pobres, y empezaron a presenciarse prodigios admirables: enfermos que obtenían la salud, gentes que conseguían buenos empleos o estudio para los niños, o casa o éxito en los negocios. Familias que recobraban la paz. Pecadores que se convertían. Y cada persona que obtenía un favor del Divino Niño Jesús se encargaba de propagar su devoción entre amigos y conocidos.



Las cuatro condiciones que recomendaba el Padre Juan, para obtener favores del Divino Niño Jesús.


 Ofrecerle la Santa Misa Durante Nueve Domingos y confesarse y comulgar al menos en uno de ellos.

         Dar una libra de chocolate (o equivalente en dinero o en comida) a los pobres. Si la persona es pudiente dar un mercado para familias pobres (o su equivalente en dinero). 
     
      No repartir en la calle porque se forma desorden.

      Propagar la devoción al Divino Niño narrando a otros los milagros que Él hace a sus devotos y repartiendo novenas estampas, almanaques, etc. e invitando a otras personas a que hagan el ensayo de visitar al Niño Jesús y de pedirle lo que necesitan.




El niño extiende sus brazos, queriendo alcanzar a Su Padre y a cada uno de nosotros.
Su túnica es rosada, el cinturón verde y sus pies descalzos. 

Se puede decir que mientras el Niño de Praga manifiesta la realeza de Cristo, el Divino Niño manifiesta en su naturaleza humana el amor de niño, necesario para nosotros ir al cielo.