Esta es la verdadera historia de un
marine herido en Corea en 1950. En una carta escrita a su madre le contó el
fascinante encuentro que experimentó durante la guerra. El padre Walter Muldy,
un capellán militar que habló con el joven marine y su madre, además de con el
oficial de la unidad, siempre defendió la veracidad de la historia. Lo oímos de
alguien que leyó la carta original y nos contó la historia aquí, con todos sus
detalles y en primera persona, para conservar el impacto que debió tener cuando
el marine se lo contó a su mamá.
Querida
mamá,
Te escribo desde la cama del
hospital. No te preocupes, mamá, estoy bien. Fuí herido, pero el médico dice
que estaré en pie en casi nada.
Pero esto no es lo que tengo que contarte, mamá. Algo me ha ocurrido que no me
atrevo a contar a nadie más por miedo a que no me crean. Pero tengo que
contártelo, eres la única persona en quien confío, aunque quizá hasta tu lo
encuentres difícil de creer.
¿Recuerdas la oración de San Miguel que me enseñaste cuando era pequeño? "Miguel, Miguel, de la mañana, frescos coros celestiales te adornan, mantenme a salvo
hoy; y en la tentación aleja al demonio, amén)."
Antes de irme de casa a Corea a cada instante repito esa oración antes de
cualquier encuentro con el enemigo. Pero en realidad no necesitaba que me la
recordases, mamá. Siempre la he rezado, y cuando fuí a Corea a veces la digo un
par de veces al día, mientras vamos de marcha o descansamos.
En fin, un día nos ordenaron
rastrear el frente en busca de comunistas. Era un día muy frío. Mientras
caminaba noté a otro compañero que caminaba a mi lado, y le miré para ver quién
era.
Era un tío grande, un marine de 1'80 cm y con un cuerpo proporcionado. Era
extraño, ya que no le conocía, y pensaba que conocía a todos en mi
unidad. Estaba contento de tener compañía, entonces él rompió el silencio que
había entre nosotros.
"Hace fresco hoy, eh?" Yo
me reí, porque de repente me pareció absurdo hablar del tiempo cuando
avanzábamos para enfrentarnos al enemigo.
Él también rió suavemente.
"Pensé que conocía a todo el
mundo en mi unidad", continué, "pero no te he visto nunca".
“No”, confirmó, “Me acabo de unir a tu unidad. Me llamo
Miguel".
"¿En serio? Yo también".
"Lo sé", respondió el
marine, "Miguel, Miguel de la
mañana..."
Mamá, estaba muy sorprendido de que supiese de mi oración, pero se la enseñé a
muchos de los otros tíos, así que supuse que el recién llegado debió oírsela a
alguien más. De hecho me han llegado rumores de que algunos compañeros me
estaban llamando "San Miguel".
Entonces, de repente, Miguel dijo, "Va
a haber problemas allí enfrente".
Me preguntaba cómo podía saber eso. Estaba jadeando por la marcha que
llevábamos, y mi aliento hendía el frío aire como densos jirones de niebla.
Miguel parecía estar en plena forma, porque no puede ver ningún rastro visible
de su aliento. Justo entonces empezó a nevar densamente, y aumentó tan
rápidamente que enseguida no pude ni ver ni oír al resto de mi unidad. Me puse
un poco nervioso y le llamé, "¡Miguel!".
Cuando lo hice pude sentir su fuerte mano en mi hombro y oír su voz en mi oído
"Pronto va a clarear".
Y de repente, clareó. Y entonces, justo enfrente nuestro y a poca distancia,
como en muchas pesadillas espantosas, estaban siete comunistas, bastante
cómicos con sus extraños sombreros. Pero realmente no tenían nada gracioso en
ese momento; sus armas estaban listas y apuntando directamente hacia nosotros.
"¡¡A tierra, Miguel!!"
Grité mientras me tiraba en busca de protección. Incluso cuando aún no había
caído del todo alcé la vista y ví a Miguel todavía en pie, como si estuviese
paralizado de miedo, o eso pensaba en ese momento. Las balas volaban en todas
direcciones, y mamá, no había forma de que esos comunistas pudiesen haber
errado el tiro a tan corta distancia. Me incorporé de un salto y tiré de él, y
entonces me dieron. El dolor era como una llama ardiente en mi pecho, y según
caía mi cabeza se desvaneció, recuerdo haber pensado "Debo de estar muriéndome...".
Alguien me depositaba en el suelo, fuertes brazos me sujetaban y me dejaban
suavemente sobre la nieve. Medio aturdido abrí mis ojos, y me pareció como si
el sol me atravesase los ojos con su luz. Miguel todavía permanecía de pie, y
su cara brillaba con un terrible resplandor. De repente parecía como si su
resplandor creciese, como el sol, incrementándose intensamente alrededor de él,
como las alas de un ángel. Justo antes de desvanecerme por completo ví que
Miguel sujetaba una espada en sus manos, y destellaba como un millón de rayos.
Más tarde, cuando me desperté, el
resto de mis compañeros y el sargento vinieron hacia mí.
"¿Cómo lo hiciste, hijo?", me preguntó.
"¿Dónde está Miguel?"
le dije como contestación.
"¿Miguel, quién?". El
sargento parecía perplejo.
"Miguel, el marine enorme que iba
conmigo, justo hace un momento. Le ví aquí según caía".
"Hijo", dijo
gravemente el sargento, "tú eres
el único Miguel en mi unidad. Traje a todos tus compañeros, y sólo hay un
Miguel. Tú. E hijo, no estabas caminando con nadie. Te observaba porque te
estabas alejando demasiado de nosotros y estaba preocupado".
"Ahora dime, hijo",
repitió, "¿Cómo lo has hecho?".
Era la segunda vez que me lo preguntaba, y me empezaba a molestar.
"¿Cómo he hecho qué?".
"¿Cómo has matado a estos siete comunistas de aquí? Tu rifle tiene aún
todas las balas".
"¿Qué?"
"Vamos, hijo. Están todos dispersos alrededor tuyo, cada uno con un tajo
mortal de espada".
Y este, mamá, es el final de mi
historia. Pudo haber sido el dolor, el sol enceguecedor o el penetrante frío.
No lo sé, mamá, pero hay una cosa de la que si estoy seguro. Sucedió.
Te quiere, tu hijo
Miguel.
Tomado de: La Legión de San Miguel